Quiero dedicar esta última entrega de Memoria de la Democracia a quien fue para mí un maestro no solo por su obra literaria, sin duda el mejor autor teatral español de la segunda mitad del siglo XX, sino por su ejemplo ético y su lección personal de generosidad y reconciliación.
Solo llegué a tratarlo con cierta asiduidad al final de su vida. Fue a raíz de la biografía suya que escribí y donde recurrí, más que a los documentos, a su propia memoria y a los recuerdos que él mismo guardaba como hitos esenciales de su peripecia vital, entre los que figuraba aquel retrato de Miguel Hernández y de otros compañeros de cárcel cuando era pintor y compartía prisión con ellos como derrotados de la Guerra Civil.
No me atrevo a decir que tuvimos amistad, pero sí gran cordialidad y afecto por su parte hacia el joven periodista que quería ser escritor y una enorme admiración por la mía. Seguimos tratándonos hasta su muerte, mantuve después el contacto con su viuda y lo mantengo aún con su hijo, Carlos. Pero desde mucho antes fue alguien que influyó muy decisivamente en mí. Un artículo, por más ingenuo, sobre él en la revista del Instituto de Guadalajara donde había estudiado él y estudiaba yo, me costó la primera censura y prohibición cuando apenas alcanzaba los 15 años. No hace tanto, o sea más de 50 años después, recordaba aquel trance para denunciar que de nuevo, bajo la máscara del buenismo y la corrección progresista, está sobre nuestras cabezas.
Fue aquel episodio donde me dio la primera lección reconciliadora. El censor era un «ilustre» del Régimen en la capital alcarreña. A Buero, nacido en ella, se le llevaba años reconociendo su genio y talento dramático, pero se le tenía en cuarentena y enfilado. Tras el advenimiento democrático fue cuando se pusieron a hacerle homenajes y agasajos y fue aquel censor el que, baboseando, le hizo entrega del galardón. Se lo comenté en nuestras conversaciones para el libro y me dijo: «lo sé y lo conozco bien. Si quiere mencionarlo, hágalo, pero yo le sugiero no hacerlo ¿Para qué? Hay que dejar de lado el rencor». Seguí su consejo y no lo hice ni daré tampoco el nombre hoy.
Había nacido hijo de una alcarreña de Taracena y de un comandante del Ejército, de la entonces relevante Academia de Ingenieros de Guadalajara. Un hombre culto, liberal y gran aficionado a la lectura y el teatro bajo cuyo influjo creció el joven Buero. Aunque Antonio llegó a ganar un premio literario a los 16 años para el alumnado de enseñanzas medias con El único hombre, lo que le gustaba más era el dibujo y la pintura, para los que estaba excepcionalmente dotado como demuestran las pocas obras que se conservan de él. Por ello, cuando su familia se trasladó a Madrid en 1934 al destinar allí a su padre, ingresó en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, manteniendo al tiempo su gran afición por el teatro, pero como espectador.
En el instituto Brianda de Mendoza de Guadalajara había conocido a quien sería por siempre su gran amigo, Miguel Alonso Calvo, un chico de Humanes que luego firmaría sus poemas con el nombre de Ramón de Garcíasol. Juntos recorrieron el camino de la rebeldía y abrazaron los ideales de la izquierda. Cuando se produjo el alzamiento contra la República, Buero Vallejo, afiliado ya a las Juventudes Comunistas, se apresuró a alistarse.
Su padre, Francisco, había ascendido a teniente coronel y, mientras su hijo se encontraba en el Jarama, fue detenido y encarcelado. Él tardó en enterarse y, cuando lo hizo, poco pudo hacer. Francisco Buero fue fusilado en Paracuellos, junto a miles más. Este hecho ha sido siempre el gran desconocido de la biografía del dramaturgo y, cuando él mismo con su voz grave y pausada, me lo contó, fue una gran sorpresa para mí. Todos sabíamos lo «suyo», que tras la guerra había sido detenido, formó parte de una célula clandestina de resistencia y fue condenado a muerte. Pudo incluso estar en las mismas cárceles de donde «sacaron» a su padre y por dos veces estuvo en la fila para que lo mataran a él. La segunda vez pararon cuando ya solo quedaban dos delante suyo. Aquello debió ser terrible y, sin duda, le cambió carácter y visión de la vida, aumentando aún más si cabe el impacto de estar listo para morir por dos veces, sabiendo que en el caso de su padre la «saca» no se paró, sino que lo alcanzó. Quizás el ambiente oscuro y las tinieblas de no pocas de sus obras tengan mucho que ver con ello.
Finalmente se salvó del pelotón. La pena de muerte le fue conmutada por cadena perpetua y comenzó su peregrinaje por diferentes cárceles. En los frentes había conocido a Miguel Hernández, por quien siempre tuvo el máximo afecto y devoción. El mejor retrato que de Miguel Hernández nos ha quedado lo dibujó Buero Vallejo, apoyado en sus rodillas, en un cuaderno que su hermana Carmen le había traído aquel mismo día en que volvieron a encontrarse en la cárcel madrileña de la plaza de Conde de Toreno, donde Antonio estaba preso y después llegó Miguel. «Como nos conocíamos de la guerra, nos comenzamos a tratar y la verdad es que nació una intensa amistad. Hablábamos todos los días y se sorprenderá usted, pero hablábamos de poesía, de arte, de política y de las mil cosas de la vida. Miguel Hernández era un ser irrepetible y lleno de bondad», me contó y yo reflejé en su biografía Una digna lealtad.
Don Antonio, siempre lo trate así y él a mí de usted, había seguido dibujando por las cárceles, pero cada vez lo hacía menos y escribía más. De hecho, cuando en 1946 fue puesto en libertad, ya tenía escritas dos obras: Historia de una escalera y En la ardiente oscuridad. Empujado por su amigo Ramón de Garcíasol, las presentó al premio nacional de teatro, el Lope de Vega. Ante su atónita sorpresa, se declaró ganadora a la primera y finalista a la segunda. El estupor debió ser tanto suyo como de los miembros del jurado, donde estaban los Luca de Tena, al abrir la plica y ver de quién se trataba. «Un rojo a quien se le había conmutado la pena de muerte y recién salido de prisión». Por ello, y al saber que se habían ratificado en su resolución, él mantuvo por ellos una gran deferencia y una deuda de gratitud. Y yo me he preguntado en más de una ocasión si ahora mismo en parecida aunque contraria situación acaeciera algo así. ¿Se haría lo mismo que hizo aquel jurado? Me da a mí que no.
Hubo más. Para no forzar demasiado la mano, pues el premio llevaba consigo el estreno de la obra en el Teatro Español, los Luca de Tena urdieron el que se representara tan solo un par de semanas antes del 1 de noviembre, cuando era preceptiva costumbre poner en escena el Tenorio. Y Buero, que no era por las pesadumbres de su vida muy dado a la risa, sí que soltó la carcajada al relatármelo. «La pusieron en escena y el éxito fue enorme. Tan tremendo que no hubiera sido un escándalo suspender las representaciones. Así que lo que no hubo fue Tenorio. Y comenzó a correr la broma y apodarme a mí «El capitán Centellas». O sea, quien lo mató». Fue una de las pocas veces que le vi reír con ganas. Luis Escobar fue su gran valedor entonces y por mucho tiempo, pues fue quien siguió poniendo esa obra y bastantes otras después en sus salas. «Bendito sea» llegó a exclamar al recordar al peculiar personaje.
Aquello, desde luego, cambió su vida. Y aunque mirado de reojo, se convirtió en la máxima referencia de nuestro teatro y, al cabo, de nuestra literatura. El teatro era entonces un género en verdad mayor. Siguieron otras obras suyas con gran éxito, como El concierto de San Ovidio y Un soñador para un pueblo que, al igual que las dos primeras, fue llevada al cine como también Madrugada. Completa el elenco de sus obras más destacadas El tragaluz, El sueño de la razón, La fundación y La doble historia del doctor Valmy, estrenada en Inglaterra en 1968, pero que no pudo hacerlo en España hasta ya 1976. Porque la censura seguía estando ahí y a todos afectaba. Se le acumularon los premios: el Nacional de Teatro, que obtuvo en cuatro ocasiones, el Larra, El María Rollán o El espectador y la Crítica en más de media docena de veces. En 1971, fue elegido miembro de la Real Academia de la Lengua y, finalmente, llegó el mayor galardón de todas las letras españolas: el Premio Cervantes. Pero para eso ya tuvo que esperar hasta el año 1986. Siempre se le consideró «un desafecto al Régimen». Y lo era. Buero me lo resumió así : «Cierta coba por un sitio y lápiz de tachar por el otro».
A pesar de su aparente seriedad, no fue para nada pacato en sus relaciones y tuvo fama de ser todo un seductor. Al fin la bellísima Victoria Rodríguez Clavijo logró, cuando él ya tenía 42 años, llevarlo al altar y con ella continuaría ya siempre hasta su muerte en abril del año 2000. Fruto del matrimonio fueron sus hijos Enrique y Carlos.
Para terminar esta semblanza y volver al legado que dejo en mí, refresco una de las conversaciones en que se tocó el tema de los comportamientos de algunos próceres y escritores también alineados con la dictadura con respecto a él, que siempre mantuvo la lealtad a sus principios y a sus ideas, ya que no quiso irse al exilio y permaneció en España para contribuir con sus obras a despertar la conciencia y el afán de libertad.
Me hablaba de algunos movimientos entre los intelectuales que, en tramo final del franquismo, se llevaron a cabo, siendo traicionados y delatados por un reconocidísimo escritor. Introduje aquello en la biografía, pero cuando le pasé el borrador, me señaló tan solo algunas cuestiones ortográficas que agradecí sobremanera. Siempre he sido muy desdeñoso con las tildes, por lo que me pidió, si lo estimaba oportuno, no señalarlo con el mismo razonamiento y mirada de esperanza y de futuro que me había hecho la primera vez. «Este es un tiempo nuevo y solo se llegará a él a través de la reconciliación. Esas cosas hay que dejarlas en el pasado, donde se deben para siempre quedar». Eso me lo dijo el hombre al que habían fusilado a su padre y que había estado a un tris de ser fusilado. No lo he olvidado nunca ni espero olvidarlo jamás. Aunque en estos tiempos haya quienes hayan abierto de nuevo las espitas del odio y del rencor y pretendan meternos a todos en su espiral.