Hay multitud de principios irrenunciables para acreditar la existencia de una democracia plena y real. El sistema político que se dieron las potencias europeas y atlánticas es complejo; requiere un extremo celo en el respeto a todas las piezas de un mecano que en España está perdiendo la tornillería a fuerza de empellones políticos. Como en las viejas fábulas creadas para educar a niños, tantas veces se ha advertido en los últimos años que la democracia española está en peligro que la advertencia parece no tener efecto alguno sobre la sociedad que lo pagará. De forma disimulada y sin un impacto directo sobre su día a día, legítimamente volcado en sobrevivir bajo la tormenta de hipotecas, cestas de la compra y trabajos mal remunerados, pero con consecuencias a largo plazo que son tan inquietantes como impredecibles.
Hay dos de esos principios indubitados que son particularmente trascendentes, por cuanto que son los que mejor representan el control de los gobiernos para evitar derivas autocráticas. Uno es el poder judicial y el otro son los medios de comunicación. Los dos únicos frentes a los que los políticos respetan porque los temen de una forma necesaria. Son las lindes del poder, los custodios de los límites en los que se puede ejercer el mando público. Esto no admite debate a la luz de la historia: todo régimen antidemocrático ataca en primera instancia a la prensa libre y al poder judicial, en ambos casos para suplantarlos por trampantojos pintados de libertad pero colmados de inmundicia. Se trata además de dos poderes que también tienen límites necesarios. Si un Gobierno considera que existen jueces prevaricadores o medios difamadores, lo que debe hacer es lo mismo que cualquier ciudadano: probarlo en sede judicial. Las medidas preventivas y matar a todos para que Dios distinga a los suyos no son más que maniobras que persiguen controlar, amordazar y limitar el control al poder. Persiguen subvertir el sistema, ponerlo al servicio de quienes lo dirigen.
Es extremadamente grave que el Gobierno, dirigido por un presidente que llegó a poder mintiendo a los votantes y asiendo la mano de acusados de terrorismo y corrupción, esté manejando a su capricho la mayoría del Tribunal Constitucional eufemísticamente llamada «progresista» para revisar las condenas de la Audiencia de Sevilla y el Tribunal Supremo y revertir las sentencias de la mayor causa de corrupción de la historia, la de los ERE de Andalucía, para borrar los delitos de sus consejeros y presidentes. Y es extremadamente peligroso que, paralelamente, se urda un ataque visceral contra los medios críticos con el Gobierno. El silencio social siempre es el primer cómplice de los tiranos.