Aquel 7 de enero de 2021 creí que ya lo había visto todo y que podría morir en paz: nada podría ocurrir más allá de lo que había contemplado en las horas recientes. Un tipo disfrazado de búfalo penetrando en el Congreso de los Estados Unidos, irrumpiendo en el despacho del presidente del Senado y poniendo encima de la mesa sus patazas, con perdón. Y, al tiempo, nos llegaba la imagen de un esquiador solitario deslizándose por la Puerta del Sol madrileña: Filomena había invadido nuestras calles. Las pasiones políticas y las pasiones climáticas se daban cita mientras seguíamos sometidos al imperio de las mascarillas. Pero me equivocaba no poco: desde entonces, hemos asistido a muchos espectáculos increíbles.
Y, menos de cuatro años después, las fuerzas de la naturaleza impactan en nuestras retinas y en nuestros corazones y, al tiempo, nos arriesgamos a tener que soportar, de la mano del mismo hombre que alteró tanto la vida del país más poderoso del mundo, escenas que violentan profundamente una democracia. Porque ¿qué pasará si, glub, Trump gana las elecciones del martes? Y, quizá peor aún: ¿qué puede hacer si las pierde?
Me cuesta escribir sobre un tema, el de las elecciones en los Estados Unidos, que asusta y divide al mundo cuando aquí, en España, somos víctimas de nuestra propia congoja, contemplando tantas imágenes de desesperación y dolor en nuestra Comunidad Valenciana: no tenemos derecho a olvidar a nuestros muertos, que pesarán como una losa en nuestro ánimo decaído. Pero creo que, al tiempo, tenemos el deber, como periodistas, de intentar radiografiar lo que nos viene encima y constatar que seguramente no fueron aquellos días de enero del año 2021 los últimos que nos conmocionaron, porque ya vivimos en una conmoción casi perpetua.
¿Qué puede hacer que millones de personas se decanten por votar a alguien como Trump, al fin y al cabo un delincuente convicto, aunque 'perdonado' por los tribunales, digámoslo así? No soy capaz de elaborar una sociología del votante norteamericano, ni de la de quienes apoyan a 'esta' concreta opción republicana, llámense Netanyahu, Orban, Milei, Le Pen o Putin. O, ya en tono menor y algo patético, Alvise, opciones todas que simplemente me aterrorizan.
Pero sí sé que, al margen de las influencias, triquiñuelas informáticas, irrupciones en las ondas, y demás maniobras orquestales en la oscuridad que seguramente se estén registrando ya en las catacumbas electorales, una victoria de Trump alteraría las reglas del juego tal y como ahora están concebidas. Y sospecho que una derrota de Trump derivaría en nuevas reclamaciones de 'fraude electoral' -no, Trump no es precisamente alguien que pierde con elegancia-y quién sabe qué reacciones más o menos virulentas en las calles. Escribí un día que, si tuviese derecho a votar en los Estados Unidos y dispusiese de un millón de votos, todos ellos irían a parar a Kamala Harris, no por entusiasmo, sino por descarte. Recibí tantas muestras de discrepancia, en tonos diversos, en las redes sociales que comprendí allí mismo que Trump no es una opción política, sino una filosofía del mal gusto.
Pienso que vamos a vivir horas informativas de enorme intensidad en los próximos días, y me temo que no todas esas horas van a ser precisamente positivas. Los fantasmas de 2021 vuelven a agitarse ante nosotros. Menos mal que esta vez sin mascarillas y, lamentable, terriblemente, con más de doscientos muertos. Días para no olvidar. Hay que ser un iluso, como quien suscribe, para creer que ya lo has visto todo.