Los que pueden contarlo

Gustavo Basurto
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ETA segó vidas de riojanos y dejó secuelas graves en otros que lograron sobrevivir. Que Logroño fuera sede de unidades especiales de Policía y Guardia Civil en los años duros del terror explica la elevada cifra: 40 heridos

Pedro Antonio Delicado (izquierda) y Miguel Ruiz, junto al monumento a las víctimas del terrorismo en Logroño. - Foto: Óscar Solorzano

La cifra de la infamia es 853, el número de vidas que segó ETA en medio siglo de siniestra trayectoria. Si seguramente la historia reciente está siendo injusta con su recuerdo, también lo es con quienes sintieron el zarpazo de la sinrazon, pero han podido contarlo. Los atentados de la banda terrorista dejaron tras de sí 2.658 personas heridas, 40 de ellas riojanas.

«La Rioja tiene una casuísta especial y es que en proporción a su población tiene más heridos por atentados de ETA que regiones más grandes», comenta el presidente de la Asociación Riojana de Víctimas del Terrorismo, Jerónimo López, que explica esa singularidad: en los 70 y 80, años duros por la frecuencia y gravedad de los atentados, Logroño era la sede de lo que se conocía como la Reserva General de la Policía Nacional, por entonces en las instalaciones de Avenida de Navarra, y del Grupo de Acción Rural (GAR), la unidad para la lucha antiterrorista de la Guardia Civil, que aún mantiene su 'cuartel general' en la capital riojana.

Con la amenaza terrorista candente, sobre todo en la vecina región del País Vasco, policías y guardias civiles de ambas unidades residían en Logroño, pero eran desplazados con frecuenca a misiones en territorio vasco.

Por poner en contexto esa cifra de 40 heridos en La Rioja, la lista de estas víctimas que sufrieron los atentados, pero lograron sobrevivir la encabeza Madrid, con 687, por delante de Guipúzcoa (477), Vizcaya (394), Navarra (200) y Burgos (189). Son datos facilitados por el Ministerio del Interior al Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo para una investigación de Gaizka Fernández y María Jiménez Ramos que aborda el número de afectados por los acciones terroristas etarras que sufrieron heridas.

Los propios autores del estudio admiten que seguramente la cifra de heridos será superior, dado que los 2.658 son los reconocidos como víctimas por la administración, con derecho a recibir ayudas económicas y médicas y psicológicas. 

En la Comunidad autónoma, buena parte de los heridos pertenecen a la Asociación Riojana de Víctimas del Terrorismo y, de ellos, todos aquellos que solicitaron ayudas por haber sufrido secuelas invalidantes, que es lo que exige la normativa para ser beneficiario, las perciben, salvo dos casos que no pudieron demostrar que cumplían los requisitos para ser indemnizados, detalla Jerónimo López. 

Indemnizaciones e insignias. En el caso de los atentados ocurridos en suelo riojano, como el del coche bomba junto a la Torre de Logroño el 10 de junio de 2001, las heridas de quienes padecieron el impacto de la explotación no tuvieron ese carácter invalidante. A quienes no llegan a ese nivel de gravedad invalidante, el reconocimiento civil no conlleva indemnización económica, pero sí la concesión de una medalla.  

Otra cosa son las secuelas psicológicas, que en no pocas ocasiones son complicadas de evaluar de cara a reclamar el derecho a una indemnización como víctima del terrorismo, apostilla el presidente de la Asociación Riojana de Víctimas del Terrorismo. 

Para quienes vieron la muerte muy de cerca, como el guardia civil Pedro Antonio Delicado y el policía nacional Miguel Ruiz, que relatan su experiencia como víctimas del terror etarra, el tiempo y el apoyo de familiares y allegados ayudan a que la vida siga, pero el olvido no es posible...ni deseable.

 

 

«Estuve mucho tiempo con depresión; salí adelante con ayuda de la familia»

El 17 de julio de 1987 permanece indeleble en la mente de Pedro Antonio Delicado, de 62 años, un guardia Civil onubense que echó raíces al casarse en Logroño. Aquella mañana, este agente que aún forma parte del Grupo de Acción Rural (GAR), la unidad antiterrorista de la benemérita,  viajaba en el segundo de los cuatro vehículos que formaban el convoy enviado a Oñate tras recibirse una amenaza de bomba. 

A la salida de este pueblo del Alto Deba guipuzcoano, una terrible explosión y una nube de humo negro hicieron desaparecer por unos instantes el todoterreno que les precedía. «Unos segundos después estaba mirando hacia nosotros y abierto como una lata de conservas», rememora Pedro Antonio, que salvó la vida, pero perdió el oído derecho y sufrió secuelas que le tuvieron 127 días de baja. Peor suerte corrieron los cuatro compañeros del coche que encabezaba la patrulla: Dos guardias civiles muertos y otros dos heridos graves. 

La olla con 20 kilos de explosivos y metralla a base de tornillos y cadenas que los terroristas de ETA hicieron estallar resultó letal e impactó igualmente en la mente de Delicado en forma de recuerdo angustioso. «Estuve mucho tiempo con depresión; conseguí salir adelante con la ayuda de la familia». Las secuelas del atentado no le impidieron volver al cuerpo, pero el regreso, en acto de servicio y más tarde de forma privada, al lugar donde perdió a sus compañeros le provocaba sudores y escalofríos. 

Las consecuencias de la bomba y la certeza de haber sorteado a la muerte por unos pocos metros dejan un recuerdo trágico en imborrable...pero también de indignación e incomprensión. «Justo después de la explosión, con los compañeros muertos aún allí, había gente en un parque cercano que nos miraba y se reía, como si no hubiera pasado nada. Nadie vino a auxiliarnos», relata aún con amargura al recordar.

Evocar aquella escena duele, pero tanto o más irritante es saber que tres de los cuatro terroristas del comando Bellotxa, el mismo que secuestró a Ortega Lara, están en la calle (el cuarto falleció de cáncer). «Aquello es imposible olvidarlo, pero lo que más duele es que estas personas, por llamarlas de alguna manera, salen de la cárcel y les hacen fiestas», manifiesta Pedro Antonio, que recuerda la llamada a su mujer, embarazada de ocho meses, para tranquilizarla tras haberse enterado por televisión del atentado sin saber si su marido estaba vivo o muerto. ¿Hablaría con alguno de esos etarras para preguntarles por qué lo hicieron? «No tengo que esconderme, como no hicimos en el juicio, pero no tengo nada que decirles; si no tenían conciencia de jóvenes no van a razonar ahora», apostilla.  

 

«Parece todo tranquilo, pero no es así; se ha sembrado odio en la juventud»

Cuando el 18 de diciembre de 1988 la furgoneta blindada de la Policía Nacional voló 20 metros, Miguel Ruiz, al volante del vehículo, pensó que se había roto la dirección, y algo parecido debió pensar el compañero que iba detrás cuando le gritó: «Moro, ¿qué haces?». Por raro que parezca, este policía melillense (de ahí el apelativo cariñoso de sus compañeros) afincado en Logroño desde hace 42 de los 70 años que tiene, ni los otros dos agentes que iban en la furgoneta y sobrevivieron son conscientes de haber escuchado la explosión que sacudió a todo Eibar. Al cuarto ocupante, el copiloto, le segó la vida un trozo de cristal de la ventanilla. El resto, la salvó gracias al blindaje de la Avia con la que se dirigían al estadio de Ipurúa, para cubrir un servicio durante el partido Eibar-Sabadell.    

«En un primer momento no pensé que era un atentado; después vimos que nos había impactado un coche bomba», relata Miguel, que recuerda que perdió el conocimientos unos segundos y al recobrarlo chorreaba sangre. Como tras el estallido hubo intercambio de disparos entre los terroristas y los agentes que viajaban en las furgonetas de atrás, el instinto le empujó a  arrastrarse como pudo hasta un bordillo a salvo de las balas.

Ya en la ambulancia, no las tenía todas consigo de llegar vivo al hospital. Le oyó al sanitario gritarle al conductor: «¡Dale rápido, que se nos queda!». Así es que trató de respirar poco. «Pensé que así no bombearía tanta sangre», rememora. 

La urgencia del sanitario era justificada. A Miguel tuvieron que reconstruirle la parte derecha de la cara, efectuarle un trasplante de córnea, operarle la rodilla y practicarle tres intervenciones en la mano. «Psicológicamente estuve muy mal. Después del atentado pasé un año como si no hubiera pasado nada, pero después me dio un bajón y estuve cuatro años muy jodido, con psicólogos y psiquiatras. Me escapaba, estaba por ahí tres o cuatro días perdido...mal, muy mal». Recuerda que ese periodo postraumático «no quería saber nada del mundo», hasta el punto de que se planteó convencer a su mujer de retirarse junto a su hijo a algún lugar «en plan ermitaño». En 1995, tras finalizar todos sus tratamientos médicos, recibió la jubilación.

Años después, en 2012, volvió al lugar del atentado con motivo de un atentado de la Asociación de Víctimas del Terrorismo. «Sentí escalofríos», recuerda, pero sobre todo al comprobar que a pesar de que «todo parece ya tranquilo, no es así aunque no se mate». El autobús de la AVT fue recibido con escupitajos y piedras por chavales de 12 o 14 años. «Han nacido en este siglo y no saben lo que pasó; están sembrando en la juventud odio hacia todo lo español», se lamenta.