Todo archivo apabulla por sus dimensiones como continente y deslumbra por la importancia de su contenido. El del Ayuntamiento de Logroño no se escapa a la norma. Más de 1.300 metros cuadrados en la planta baja del edificio de Moneo que reúnen, grosso modo, setenta mil cajas y quince mil libros. El de la capital riojana, como el de cualquier otra administración, se puede expandir, como el universo, ad infinitum.
Al frente de este depósito está Isabel Murillo (Zaragoza, 1968)que, desde 1993, custodia la memoria de todos los logroñeses. Su oficio no es baladí. En 1900 ya estaban recogidas las funciones del archivero municipal, con un sueldo anual de 1.500 pesetas de la época, lo que atestigua la trascendencia de su profesión.
Entre los fondos destacan acuarelas, sellos lacrados, papeles de distinta naturaleza pero también, reflejo de un tiempo pasado, pergaminos, cintas de ocho y medio o disquetes. «El más antiguo», informa esta especialista en Historia Medieval, «es un documento de 1076 que acredita la propiedad de un término que el Ayuntamiento adquirió entonces». Eso sí, las muestras más consultadas tienen que ver con «planos, licencias de obras y de actividad».
La capacidad de sumar documentos es ingente porque, a diferencia de cualquier biblioteca, «en un archivo no se puede elegir». «En una biblioteca puedes apostar por un tipo de fondos literarios u otros, pero cualquier entidad municipal genera documentos de manera constante», añade. El advenimiento de la cuarta revolución industrial, la propiciada por la eclosión de internet, no ha cambiado la ciencia de la archivística: «Da igual en qué soporte esté el material, hay que conservarlo igual».
Por encima de su capacidad inagotable de crecimiento, todo archivo tiene una dimensión humana digna de resaltar: «Tienen muy presente el servicio a la ciudad porque conservar si no es para difundir, no tiene sentido. Un documento dice más de nosotros que cualquier otro vestigio». Porque, como afirma con sinceridad, «el archivo es el corazón de la ciudad».