Aunque tiene un marchamo femenino, heredero de los tiempos en los que cortar y empalmar fotogramas era una tarea manual, la estadística sanciona que la profesión, como prácticamente todas del ámbito artístico, es eminentemente masculina. En cualquier caso, ella es una de las montadoras más reconocidas del cine español. Nominada al Goya en 2020 por Mientras dure la guerra (la película se hizo con cinco de los 17 cabezones a los que aspiraba), Carolina Martínez Urbina (Logroño, 1976), tras descansar en la casa familiar de Grañón, monta en estos momentos la última peli de Alejandro Amenábar: El Cautivo, que llegará a las salas en 2025.
Se puede decir que es la montadora de Amenábar aunque, en realidad, esta etiqueta, de la que está «encantada», no deja de ser excluyente: «También he trabajado para Borja Cobeaga o Nacho Vigalondo», directores que han cultivado con éxito el difícil género de la comedia. Además de la gran pantalla, también ha hecho incursiones en las series. Su nombre aparece en los créditos de Crematorio (2011), lograda adaptación que marca el inicio de la edad de oro de las series españolas. Antes de recoger el reconocimiento de la profesión, hubo un proceso de decantación que arrancó en la facultad de la UPV, donde estudió Comunicación Audiovisual, «y nos enseñaron a manejar la Betacam y el programa AVID». Su cinefilia venía de serie («iba al cine con mi abuelo, en casa veía Chaplin y, a los seis años, mi madre me llevó a ver ET», rememora) pero se disparó en el rodaje de Buñuel y las minas del rey Salomón, de Saura. Fue su puerta de entrada al séptimo arte: «Su productor era riojano, le pedí poder entrar en el equipo de cámara pero el puesto estaba ocupado y me sugirió que hablara con Julia Juániz, la montadora».
Corría el año 2000 y tomó la decisión de trasladarse a Madrid «para hacer un curso de postproducción». Admiradora de Thelma Schoonmaker (ganadora de tres Oscar), Julia Juániz y Laurent Dufreche fueron sus primeros maestros aunque la gran oportunidad le llegó de la mano de Nacho Ruiz Capillas «que me recomendó al productor de Crematorio».
Previo a su aclamado debut, se fogueó como meritoria, auxiliar y «una decena de años como ayudante», proceso que le permitió conocer todos los entresijos de una profesión que define «como armar un puzle y resolver un misterio».
Su labor es fundamental hasta el punto que habrá quien discuta si la autoría de un filme pertenece al director o debe ser compartida con el montador. Pero ella tiene claro que su rol es «buscar la mejor versión de lo grabado por el director». «Trabajo mano a mano con él y creo que al director o a la directora le pertenece la autoría», agrega.
Tras un instante de duda, se declara a favor de la tecnología pese a que recuerda que el montaje es una actividad «creativa». «Nos pagan por pensar porque cualquier puede manejar el programa de edición. En cierto modo, nosotros reescribimos la historia que, en nuestros manos, tiene una tercera versión tras el guion y los planos rodados», justifica.
Si un rodaje, a los que no acostumbra a acudir, dura 6-8 semanas, el montaje se acerca a los tres meses (12-14 semanas) «aunque los tiempos de las plataformas son más acelerados», tiempo no siempre suficiente para acabar una obra que aún tendrá que recibir el visto bueno del temido productor.