La vida escolar es un etapa muy bonita de aprendizaje pero a la vez complicada para muchos niños, niñas o jóvenes, ya que están en pleno momento de formación personal, mental y social. Aunque hay algunas personas que sufren una doble dificultad. En esto caso son las que presentan algún tipo de discapacidad, como la visual, auditiva o de movilidad, por ejemplo.
Una de estas personas es Aitana Fernández Solano, alumna de 4º de carrera del Grado de Lengua y Literatura hispánicas de la Universidad de La Rioja. Esta joven de Alfaro padece ceguera desde su nacimiento.
Recalca la suerte que ha tenido desde que nació porque «no he tenido la sensación de que en un momento de mi vida me enterase de que no veía y los demás sí». «No la tengo porque mis padres me han enseñado siempre que no veía y lo hemos normalizado en casa. Eso ha sido una suerte porque ocultarle a un niño esa diferencia que tiene no tiene sentido», asegura.
Remarca la suerte que ha tenido por haber tenido «una familia y unas personas alrededor maravillosas». Explica que la lección más importante que sus padres le han dado es que «yo soy un granito de arena en una enorme playa, y aunque quizás el mundo debería poner más de su parte, soy la que me tengo que adaptar a él y tenemos que tratar de normalizarlo. Y no al contrario», apunta.
Asegura que ella nunca se ha quejado de esta discapacidad que padece ni nunca la ha visto como «un desastre o una desgracia». «La ceguera me ha ayudado a construir la personalidad que tengo y me ha hecho ser como soy ahora», indica.
Relata que su adaptación educativa ha sido progresiva. Cuenta que cuando apenas tenía unos meses de vida, la trabajadora de la ONCE Fabiola le enseñó a desarrollar el oído, el tacto, el olfato y a moverse en el espacio. «A mis padres también les iba enseñando como me tenían que tratar y les dijo que su hija iba a salir adelante. Además les ha ido dando las pautas para educarme y tratarme porque nadie nace aprendido y yo no llevaba un libro de instrucciones», señala.
Recuerda que cuando estaba en la guardería le daban fichas con relieve con las que le enseñaban cosas básicas como el mar o los colores. También le enseñaban a tocar mejor y a moverse por el espacio, ya fuera en la guardería o en su entorno.
Clase unida. Una vez terminada la guardería, hizo casi toda su etapa escolar en el colegio La Salle El Pilar de Alfaro, donde estuvo 13 años. Indica que en su clase siempre fueron los mismos y tuvo «la gran fortuna de que éramos una clase súper unida».
Asegura que nunca he sufrido bullyng ni me han dejado sola, sino que «siempre me han apoyado porque ellos asumieron que tenían una compañera diferente en clase. Sabían que escribía y leía diferente pero me ayudaban siempre», recuerda con cariño.
Cuenta que cuando estaba en Infantil, Fabiola le enseñó a leer, escribir, orientarme en el espacio y el sistema braille. «Otra profesora de la ONCE, Beatriz, se encargaba de mi movilidad», añade.
Esta alfareña también subraya la gran labor que realizó la profesora de apoyo que había en aquel momento en el colegio, Charo. «Se involucró mucho y aprendió braille. Eso hizo que Fabiola no tuviera que venir tanto al colegio», comenta agradecida.
Una vez que llegó a los cursos de Educación Primaria, recuerda que Fabiola iba menos horas que antes, solamente a las menos accesibles, como matemáticas, plástica y educación física. «En el resto de horas podía estar sola», destaca.
Asegura que en Educación Secundaria y Bachillerato fue «todo más rodado». Entre 1º y 4º de la ESO Fabiola iba solo un día a la semana al colegio y el centro intentaba que ese día hubiese matemáticas, física y química y, el año que se impartió, tecnología. «Era mi peor día, solo me gustaba por ver a Fabiola», reconoce entre risas.
En bachiller, señala, cambió de centro pero «no hubo ningún problema porque estuve muy bien con los profesores y compañero». «Ya era lo suficientemente autónoma y ademas, siempre me ha gustado ser muy resuelta», remarca.
La mayor dificultad, cuenta, fue que los diccionarios de latín y griego no estaban adaptados pero «no pasó nada porque mi profesor, Luis Ángel, buscó soluciones». «Intentamos conseguir diccionarios digitales que me ayudaran y cuando vimos que no era posible, me buscó en el diccionario todo lo que hacía falta. Me ayudaba y durante los exámenes estaba conmigo», recuerda Fernández.
Universidad. Relata que su etapa en la universidad ha sido más complicada, sobre todo al principio porque «entré el año de la pandemia de la Covid-19». El problema, cuenta, fue que un día antes de comenzar las clases les informaron de que «como estábamos en un periodo de desescalada paulatina, no íbamos a caber todos en el edificio de filología, y a los de Primero nos enviaban a la biblioteca».
Recuerda que tuvieron que marcharse antes de lo previsto a Logroño para que sus padres le pudieran enseñar el recorrido desde la residencia hasta la biblioteca. «La ida fue bien pero la vuelta fue más complicada», relata.
El primer mes, comenta, fue difícil pero «volví a tener suerte porque los compañeros fueron súper agradables y me ayudaron en todo lo que pudieron. Era una clase pequeña y enseguida nos conocimos todos», remarca.
Otro cambio que vivió en aquel momento de su vida estudiantil fue que empezó a vivir en una residencia de estudiantes, en la que «me podían haber dado más facilidades». «Ahora la residencia quedó atrás y vivo sola desde hace dos cursos en un apartamento hecho a mi medida», concluye sonriente Aitana Fernández.