Hasta el 28 de julio, en Casa de Vacas (Madrid)se puede visitar La insoportable indiferencia, primera retrospectiva del joven artista Miguel Tadeo (Logroño, 1986). Afincado en la capital estatal desde hace una docena de años, la muestra de El Retiro se hace eco de la querencia pictórica de un artista que descubrió tarde los lienzos. De hecho, por así decirlo, pintó su primer cuadro «con 23 o 24 años». De este debut, no queda huella física: «Mi primer cuadro iba a comprarlo Antonio López y me lo robaron».
Pese al hurto, no abandonó su pasión y, además de en Casa de Vacas, su obra puede contemplarse en el Museo LÔAC(Alaior, Menorca), en el Parlamento de La Rioja-institución gracias a la que conoció al maestro de Tomelloso- y colecciones privadas de Europa, América y Asia.
En La insoportable indiferencia, muestra afectada por la «soledad» y el «atoramiento» que pesa sobre nuestra existencia, hace un guiño «a la pintura abstracta». Este gesto refleja su actividad proteica: «Me considero un pintor figurativo y sé que cultivar el estilo abstracto puede parecer que no casa bien, pero estas obras significan mucho más de lo que puedo disfrutar pintándolas».
Formado en el taller de Demetrio Navaridas, recaló en Valladolid y Salamanca donde se formó como restaurador, profesión a la que dedicó casi una decena de años en nómina de Subastas Jesús Vico.
Sin embargo, en febrero de 2020 tuvo una epifanía. Sin sospechar el brochazo de realidad que estaba por venir, dejó su trabajo «que me exigía ser fiel al autor y en el que sentía cercenada mi creatividad». La irrupción de la Covid tiznó de grises sus perspectivas «aunque no me arrepiento porque pese a ser una decisión dura resultó providencial».
Su obra, decantada en óleo sobre lienzo «aunque últimamente utilizo mucho el cartón de conservación», tiene una predilección por el «retrato», especialmente masculino. Este género, salpicado a su vez con bodegones de línea clara y luz cegadora, lo subvierte para mostrar la «masculina fragilidad». A sus marcos se asoman ancianos a los que, conscientemente, se les escurre la vida entre las manos y púberes cargados de dudas. «Son seres dolientes», informa porque el duelo y el dolor son atributos atemporales.
Sus féminas, que también tienen cabida en su catálogo, representan el envés de toda esta masculinidad tan afectada. «Cuando pinto mujeres», explicita, «las hago fuertes». Este empoderamiento tiene un claro reflejo en su díptico Lilith y Adán, cuadro en el que cobra vida «la primera esposa, según la mitología judía, de Adán, creada de su mismo barro».
Más allá de los mitos y de las leyendas, su arte mira a maestros como Alberto Durero («empecé a hacer copias de él pero también de Andrea del Sarto», rememora) y también a clásicos contemporáneos. Su temática le entronca con Francis Bacon, el más universal a la hora de retratar esta masculinidad doliente, y con Stanley Spencer, precursor de Lucien Freud al que hace poco 'visitó' en la gran retrospectiva del Thyssen. La triada de referencias se completa con los Wyeth, padre e hijo.
Pero, por encima de todos ellos, Antolio López, «al que conoció como jurado del premio del Parlamento y con el que une una gran relación».