Cierto es que, en sus arremetidas contra la prensa que no le gusta, que no es poca, Pedro Sánchez y sus acólitos más agrestes recuerdan a veces vagamente a este Donald Trump desatado, que llama fascistas a jueces y periodistas que critican su inaceptable deriva, y que, de paso, lanza también los más duros epítetos contra los políticos que no son de su partido. Pero de ahí a equiparar al presidente del Gobierno español, que acaba de ver aprobada 'su' ley de amnistía tras haber denostado no poco esta medida de gracia hace apenas un año, va un trecho: sin embargo, esa equiparación la hacía este fin de semana más de un querido, respetable y casi siempre admirado colega, dejándose llevar quizá por un comprensible y muy legítimo 'antisanchismo'. Pero no, Sánchez no es Trump, ni podría, por mucho que se esforzara en ello, llegar a serlo.
Cuando iniciamos una nueva etapa tras las elecciones catalanas , aún no resueltas, cuando estamos a una semana de las europeas, para lo que valgan, y a cinco meses de las norteamericanas, que pueden ser el gran sobresalto mundial, creo que hay que poner a cada cual donde le corresponde. Y confío en que ni España toleraría a alguien tan desatado en lo peor como Donald Trump, ni el sistema judicial español permitiría a un delincuente condenado presentarse ante las urnas, ni la opinión pública y publicada en nuestro país lo sobrellevaría con calma. Eso, además de que Sánchez, con todos sus defectos y con las lesiones que causa a la pureza de la democracia y de la convivencia en España, jamás llegaría a la descomposición total que Trump encarna. Nada, ni nadie, queridos colegas que hacéis comparaciones, es asimilable a lo que Trump representa, ni en lo ético ni en lo estético.
Sí; lo entendamos a no, el líder republicano tiene cerca de setenta millones de votos a sus espaldas, de la misma manera que , en la escala nacional, y salvando todas las distancias, Sánchez y su partido obtuvieron casi ocho millones en las elecciones del pasado mes de julio. Cometen un error quienes desestiman el valor de todos y cada uno de estos votos, que, en el caso de los Estados Unidos, es un error que se basa en un desconocimiento de lo que significa esa 'América profunda', sin duda poco culta, pero harta de castas privilegiadas y del desdén de los 'Estados ilustrados', que no es algo del todo diferente a lo que ocurre en Europa con algunos populismos, como se verá el próximo domingo.
Desde luego, no quiere ser este comentario una defensa de Pedro Sánchez, sino un alegato contra el exceso en las filias y las fobias que a las dos Españas aquejan: lo excesivo, en el elogio y en la crítica, se convierte en irrelevante, que decía Talleyrand. Sánchez, a quien muchos hemos criticado, y seguimos haciéndolo, como alguien que desprecia leyes, convenciones y reglas democráticas del juego, tiene también aciertos, representa a una parte de la sociedad española, a la que él conoce bien, y está bastante alejada, por cierto, del melindroso contacto de los politólogos y de los cenáculos y mentideros que proliferan por la capital.
Estuve y estoy -rara coherencia en estos tiempos- en contra de la amnistía tal y como se ha forjado, no del perdón en términos generales. Pero hemos de convenir que la Cataluña de 2024 nada tiene que ver con la de 2017: hoy sería impensable que alguien tratase, diga lo que diga en sus bravatas, de repetir aquella intentona. Y, aunque sería temerario decir que las elecciones del pasado mayo en Cataluña han barrido el independentismo, que no ha muerto aunque sí vaya a transformarse, hay que convenir que el tibio constitucionalismo de Illa, 'el hombre de La Moncloa', se ha impuesto a la falta de coherencia y al peligro de ruptura total que significa Puigdemont.
Ojalá se imponga también la lógica y el hombre del PSC se haga con la presidencia de la Generalitat, y lo digo, conste, al margen de partidismos o de posiciones de derecha o izquierda: simplemente, quiero a Cataluña dentro de España, en convivencia constructiva con el resto del país. E Illa es quizá la última oportunidad, cosa que espero que La Moncloa siga sosteniendo, sin caer en chantajes procedentes de Bruselas o de donde esté ahora el fugado.
Sánchez, que sospecho que ya intuye que su paso por el poder se acaba más a medio que a largo plazo, tiene ahora la oportunidad de ser lo que Trump no podrá ser jamás: un hombre de Estado, no un pendenciero que va repartiendo mamporros enfangados a diestra y extrema diestra. Nos quedan apenas unas horas para conocer -legalmente- las últimas encuestas acerca de lo que ocurrirá el próximo domingo en las urnas y, sobre todo, no nos quedan muchas semanas antes de que la infectada cuestión de quién gobernará en Cataluña se resuelva.
Sánchez ni puede ceder ante su verdadero enemigo, que, además de él mismo, es Puigdemont, ni puede culpar a fachosfera alguna de sus males. Sus 'reflexiones de los cinco días' de retirada al desierto fueron en la dirección equivocada: han derivado en más de lo mismo, más muro, más bronca. Y ese, señor presidente del magnífico país llamado España que usted tiene el privilegio y la responsabilidad de gobernar, ese del exabrupto y del insulto mal educado, del garrotazo y tentetieso, ese del pícaro defraudador, ese puede que sea el país que Donald Trump quiera hacer de la nación más poderosa del mundo. Pero estoy seguro, y quiero seguir estándolo, de que el hombre que hoy nos gobierna no quiere nada de eso para España, ¿verdad que no?