«La pasión por viajar se la debo a mi mujer»

El Día
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El primer edil de Arrúbal, Rubén Sancho, ha vuelto de Valencia cuya devastación por la DANA le recuerda «a la desolación de todo conflicto bélico»

Rubén Sancho, alcalde de Arrúbal, posa en un mirador de la localidad. - Foto: Carlos Caperos

Acaba de volver de Albal, Algemesí y Catarroja y se reconoce con el corazón destrozado después de un fin de semana en el que, acompañado por otra quincena de vecinos arrubaleños y agoncillanos, ha ayudado a sacar un centenar de coches y colaborado en la limpieza de estas localidades valencianas devastadas por la DANA y, con el alma más sosegada, reconoce que el espéctaculo vivido le recuerda «a la desolación de todo conflicto bélico». Hablamos de Rubén Sancho (Arrúbal, 1967), que tras cuatro legislaturas como teniente de alcalde lleva año y medio como primer edil de Arrúbal. Y, obviamente, las cargas del cargo le impiden echarse la mochila a la espalda «como me gustaría». 

La pasión e ilusión viajera «se la debo a mi mujer», que «es mucho más decidida que yo para estas cosas». «Siempre he sido muy de viajar en moto. Los fines de semana nos movíamos por toda España, la Semana Santa nos subíamos al autobús para recorrer Europa y los veranos juntábamos vacaciones y nos cogíamos un vuelo lejos del continente», rememora.

Esta costumbre, alterada por las cargas familiares y políticas sobrevenidas, le ha llevado por casi toda Europa, siendo su recuerdo más vívido el del río Neretva a su paso por el Stari Most de Mostar («lo acababan de rehabilitar pero Bosnia seguía siendo terreno minado», informa), los Estados Unidos («subimos a una de las dos torres el año antes de que la derribaran»), Cuba («vivía Fidel y ya estaban jodidos»), México («Chichen Itza, una obra de arte maya») o Perú, donde disfrutó de la «majestuosidad del Machu Pichu». «Tiene una mística especial», apunta antes de confesar que en el Cañón del Colca le entró mal de altura, «el llamado soroche y tuve que masticar unas hojas para paliar sus efectos».

Si en Egipto se sorprendió de la capacidad ingenieril de los faraones («cómo pudieron construir esas pirámides solo con mano de obra esclava y troncos de palmera como rodamientos») y de sus sucesores («el lago Nasser es espectacular), estuvo en Tanzania y Kenia por su luna de miel y en Túnez pudo disfrutar de los paisajes cinematográficos asociados a la Guerra de las Galaxias, rodada en el país africano y cuyos escenarios «visité entusiasmado».

Sin embargo, el desplazamiento que le marcó para siempre, además del que acaba de realizar a la zona cero de la DANA, fue el de la India. «Un verano hicimos Nepal, donde contratamos una avioneta para sobrevolar algunos de los ocho miles más conocidos, y estuvimos casi un mes en India. De vuelta, paramos una semana en Jordania, visitando Petra y durmiendo en el Wadi Rum», reseña.

Fue el Rajastán, «con esa sensación de caos y ese sistema de castas tan implacable, con tantas diferencias entre los que lo tienen todo y los que no tienen nada y la tristeza que, en el medio, no hay nada, no hay clase media», lo que más le marcó antes de extasiarse «con la suntuosidad del Taj Mahal y la espiritualidad de Benarés». «Todavía recuerdo las piras crematorias en los ghats, la fuerza del Ganges, posiblemente el río más contaminado del mundo, y el olor a sándalo», confiesa. 

«Aunque conocía la pobreza, India me golpeó», agrega antes de atraer a su memoria otra estampa, «la de las mujeres jirafas de la etnia kayán en Tailandia», que también le ha acompañado en esta vida pretérita tan viajera interrumpida por su quehacer municipal. «Le debo a mi mujer un viaje a China y otro a Australia, porque siempre lo hemos tenido en mente y aún no lo hemos podido hacer», se despide para regresar a su rutina en el despacho.