El módulo terapéutico es un oasis en mitad del centro penitenciario de Logroño. Un espacio de convivencia, exigente, donde 16 internos se preparan para el día en el que las puertas de la cárcel se cierren a sus espaldas. Es el sueño de todo recluso, pero quizá en esta unidad se sueña más fuerte. Alberto (nombre ficticio para preservar su identidad) ingresó en la prisión de la capital riojana hace ochos meses para cumplir una condena de tres años por tráfico de droga.
Riojano de nacimiento, hace cinco meses accedió a una unidad en la que se insiste mucho en el concepto de «honestidad». Una sinceridad de dos vías que debe caminar hacia los demás, pero fundamentalmente hacía sí mismo.
La estrategia, comandada por Proyecto Hombre y la propia institución penitenciaria exige no consumir y en general, no mantener ningún tipo de relación con la droga, porque en la cárcel hay droga y se consume. Nada que ver con este módulo.
Las voces más honestas - Foto: IngridAlberto quiere dar sentido al tan difícil objetivo penitenciario de la reinserción que, desde luego, no siempre alcanza las cotas deseadas. «Mi idea es encontrar trabajo cuando salga» y dejar atrás todo lo que truncó su vida. Tiene 23 años «y llevaba traficando desde los 20. Perdí hace ya mucho tiempo cualquier relación con mi familia y «ahora he podido recuperar el contacto», señala entre la satisfacción que le genera hablar con sus familiares y la incertidumbre ante la siguiente pregunta. No esquiva ninguna. Sabe que la honestidad que promulgan las terapeutas de Proyecto Hombre siembran de semillas un camino que en otros módulos tardaría bastante más en germinar. De hecho, los responsables del centro penitenciario, con la directora Laura Peña a la cabeza, no dudan en admitir que «los problemas en los módulos son habituales». No tanto por las agresiones a los funcionarios (tres en 2023) sino «por los conflictos que se generan entre los propios internos», matiza el Jefe de Servicio. «Se producen casi a diario».
La unidad terapéutica es la cara amable de la prisión. Abdel (también nombre ficticio) tiene 25 años y permanecerá en el centro penitenciario hasta 2028 para dar cumplimiento a varias pequeñas condenas por robos. De origen magrebí, «llegué a Ceuta con nueve años y ya empecé a consumir y a los 10 ya consumía cocaína». En un tono permanente humilde, admite que la situación se fue de las manos hasta que «llegué a consumir 25 gramos al día, es muchísimo, no cualquiera lo aguanta», señala mientras esboza un gesto de arrepentimiento. Fue detenido en el País Vasco y trasladado en un primer momento a la prisión de Palencia. «Claro que hay droga en las cárceles, en Palencia la metían hasta con drones».
Como Alberto, asiste a clases de matemáticas e inglés en la sala de la escuela y «nos repartimos las tareas entre todos» los que estamos en la unidad. Tiene claro que «si no cambio aquí, no voy a cambiar fuera. La droga en otros módulos es más accesible», admite.
En la unidad terapéutica, los problemas entre internos se solucionan hablando. Es otra de las exigencias, «ni violencia verbal, ni física y yo era mucho de mecha corta». También alberga sus propios sueños. «Cuando salga me gustaría estudiar para ser Educador», señala sabedor de que no podrá recuperar a sus antiguos amigos con los que consumía y con los que robaba. «Suelo hablar solo con uno de ellos, que no estaba metido en todo esto». También conversa a veces con su hermano pequeño que «no tiene nada que ver con esto». Sin embargo, no mantiene contacto con el mayor, habitual también, admite él mismo, del consumo.
Ambos transmiten una ilusión contagiosa similar a la satisfacción que genera la actitud positiva de los 16 internos en los responsables de un proyecto que nació en 2018 y que, tal y como señala Laura Peña, «está obteniendo unos buenos resultados». Las palabras de Alberto y Abdel, a pesar de cierto tono melancólico ligado a duros pasados, denota ilusión, una venerada esperanza por librar la batalla y ganarla, y sobre todo, la honestidad. Una exigencia, entre otras muchas, «a las que no pueden hacer frente todos los internos».
Fuera ya de los muros de la unidad terapéutica, la historia cambia. «Es como la calle», define uno de los internos de la unidad. Conflictos, problemas que «vienen en muchos casos de fuera y se reavivan dentro» y en definitiva, una lucha diaria por dar cumplimiento al tan escaso objetivo de la reinserción. «El sistema actual lo pone difícil», señalan los responsables de la prisión de Logroño. Pero tampoco todo se viste de negro.
El taller de cerámica, a unos metros de la unidad terapéutica, donde se elaboran piezas de madera, de papel, de piel y, por supuesto, de cerámica y barro, alberga en una mañana de un viernes cualquiera de junio a unos veinte internos que dedican su jornada a producir. Piezas imposibles elaboradas en papel y encoladas para que soporten incluso el contacto con el agua, series de los populares minion en barro o increíbles mochilas de piel que desde el propio centro penitenciario habilitan incluso su comercialización. «Todos los internos reciben tratamiento», desde luego, no como en el módulo terapéutico, y «todos tienen acceso a actividades, pero siempre es voluntario. Hay quien prefiere no hacer nada en todo el día», detalla la directora de la prisión logroñesa.
Y evidentemente, también hay reivindicaciones. El personal médico es casi inexistente. «Viene un facultativo dos veces por semana cuando el cupo asignado es de cuatro». La alternativa, como cualquier ciudadano, «es ir con el interno a Urgencias del hospital San Pedro, tal y como están», ironizan los responsables del centro penitenciario.
Y mientras tanto, la unidad terapéutica sigue alzando las voces más honestas.