Allares, bargueños, cantareros, garlopas, jamugas... Explicar el significado de cada uno de estos objetos requeriría la extensión de esta columna. Todos estos enseres, y muchos más, se encuentran, ordenados y hasta enumerados, en Coleccionmanía, una de las escasas tiendas de numismática y antigüedades en funcionamiento. Al frente de la misma funge Pedro Ángel Bañuelos (Logroño, 1962), uno de los pocos anticuarios en ejercicio en la región.
Confía en no jubilarse nunca porque, tras muchos años de dedicación profesional como peluquero, en septiembre de 2014 abrió, con su mujer y su hija, su tienda de antigüedades. En esta década, «ha aprendido más que en la universidad». En su opinión el requisito indispensable de todo brocanteur es «ser honesto» pero, sobre todo, ha de tener «un ojo experto» aunque él reconoce, sin rubor, haber fallado «más de una vez» en sus tasaciones.
Más allá de sus apreciaciones, está orgulloso de haber podido hacer de su afición (además de anticuario se ha especializado en numismática hasta el punto que es uno de los pocos negocios que emite el certificado PMG, acrónimo inglés de Paper Money Guaranty), su modo de vida.
No acude a ferias ni a rastros porque las antiguallas llegan a sus manos «a través de herencias». Sabe que el oficio está de capa caída porque «están desapareciendo y no hablo solo de Logroño». Los márgenes son escasos pues «se vende mal y los precios han bajado» (a él muchos compañeros le acusan de vender barato) al tiempo que el cliente ya no aprecia el valor de lo añejo pese a que él, y todos en su gremio, consideran «que una buena antigüedad no riñe con la decoración moderna».
Aunque la profesión está contra las cuerdas, gracias a internet ha conseguido un escaparate universal: «Vendemos en todo el mundo». Sus taraceas, sus Santo Domingos, sus cornucopias no tardarán en encontrar acomodo. De fuera vendrán y le comprarán.