En pleno mayo, día 16, el Rey de Marruecos, Mohamed VI, molesto con España tras Perejil, envió a Ceuta nada menos que un auténtico tsunami de migrantes, entre 6.000 o probablemente 12.000, que abordaron una ciudad española que apenas cuenta con 84.000 habitantes. O sea, que aquella invasión, tenazmente planeada por el Reino Alauita, intentó reventar una ciudad ya de por sí muy amenazada por las migraciones ilegales. Los migrantes habían sido promovidos, con seguridad, por el monarca. El norteafricano, aparte de la ya lejana recuperación española del islote de Perejil, guardaba otra cuenta pendiente con España y es que, clandestinamente, nuestro país había acogido para un tratamiento clínico en Zaragoza a Brahim Gali, líder del Frente Polisario con el que entonces el Gobierno de Pedro Sánchez mantenía unas espléndidas relaciones, las que se quebraron poco tiempo después cuando, en un giro copernicano aún sin explicar el presidente apostó por una «solución marroquí» (textual) para el antiguo Sáhara español.
Por ese mayo los españoles ya habíamos olvidado una incidencia meteorológica sin precedentes que fue bautizada con un nombre castizo: Filomena. Fue la más dura que los especialistas recuerdan y afectó a toda España, casi sin excepción. Fueron cinco días blancos que no respondieron precisamente al aura bella, aunque fría, que se suele atribuir a las nevadas más copiosas; aquella otra invasión cortó carreteras, impidió los suministros comerciales, desalojó los centros de trabajo hasta el punto de acrisolar a partir de entonces el teletrabajo, puso en aprietos todo el sistema sanitario del país y causó, en consecuencia, nueve muertos que se sepa, en toda la Península. Como aquí, en España, una vez que pasan las cosas se olvidan nubladas por otras igualmente trascendentes, aunque los técnicos no han querido explicar cómo y por qué se produjo aquel acontecimiento de la naturaleza. ¿A causa del manido cambio climático? Chi lo sa; nadie nos lo ha contado.
Y del tsunami blanco al rojo, al pardo, al gris ceniza, como se le quiera llamar. En octubre se encabritó el gran volcán canario de La Palma. La lava invadió durante casi tres meses, 85 días más precisamente, cerca de 1.000 hectáreas; arrasó con plantaciones agrícolas; derribó casas particulares y edificios de toda índole, contados van 2.700; dejó a cientos de personas sin hogar; colapsó los centros de salud; acabó, claro está, con el turismo; y lo que es más preocupante, dejó en toda la población la sensación de que aquello podría volverse a repetir. Naturalmente que la eclosión del volcán abrió un monumental espacio de solidaridad privado y sobre todo público, promesas y más promesas de reconstrucción económica que a día de hoy, según denuncian los palmeros, se han quedado muchas en agua de borrajas, y es que los españoles lloramos como nadie y olvidamos mejor que nadie.
Por entonces, lo teníamos tan presente, que no nos olvidábamos de la maldita COVID. De pronto, nos desayunamos un día con la imagen reconfortante del Papa Francisco vacunándose, pareció aquello una respuesta estudiada al movimiento antivacunas que también había llegado a España donde, por cierto, nos pinchamos con el ADN mensajero (de él ya lo sabíamos todo y todos, hasta los ágrafos) un total del 90 por ciento de la población. Más que nadie en el mundo. Los datos, como siempre, resultaron confusos y ambiguos, pero el cálculo llegó hasta los 45.000 muertos, una cifra contestada, ya lo hemos dicho, desde varios institutos oficiales.
Los españoles -lo hemos escrito ahora mismo- nos hicimos especialistas en el susodicho bicho al punto de que, cuando supimos que una de sus variantes, la famosa de Omicron, llegada como todas desde China, se había trasladado a España, todos los moradores del país nos apresuramos a tranquilizar al vecino de enfrente asegurándole que el nuevo virus era más largo en extensión que todos sus hermanos precedentes pero que, en contrapeso, resultaba menos letal. Un auténtico consuelo.
El que no tuvieron durante muchos días los familiares e incluso los habitantes en general de Tenerife después de conocer, sin muchos detalles, la desaparición de dos hermanas, Anna y Olivia, de un año y seis respectivamente. Fueron buscadas por tierra y mar en unas operaciones incesantes, pero al fin el resultado fue el que se presumía: que un padre enloquecido por el abandono de su pareja decidió secuestrar a sus hijas, llevarlas hasta el mar lejano y terminar con ellas. Una venganza contra la madre. De una de las niñas y de su progenitor nunca más se supo, la otra apareció muerta.
Pero no todo iban a resultar tragedias en aquel año. Europa se puso generosa, otra vez, con nosotros, y nos prometió nada menos que 140.000 millones de euros que, tres años después, no sabemos exactamente en qué se han empleado, sí conocemos el valor propagandístico que les sacó, y les sigue sacando, el Gobierno de Pedro Sánchez, un Ejecutivo que, de pronto y también en la más absoluta de las oscuridades, fue remodelado ampliamente: cayeron ministros que parecían intocables como la vicepresidenta Carmen Calvo, el amigo del presidente José Luis Abalos y el inexistente titular de Ciencia, el astronauta Pedro Duque. Los ministros de Podemos siguieron en sus puestos y ascendió a los cielos políticos una vicepresidenta comunista aupada por Pablo Iglesias al que pronto, y para no perder tiempo, se dispuso a traicionar.
Las cosas en España son así. Tan así que ni siquiera nos conmovimos de espanto aquel día en que miramos nuestro recibo de la luz que denunciaba que el kilovatio nos estaba costando ya cerca de los 300 euros, vamos, una bicoca. Una bicoca sí lo fue realmente para todos los complotados en el golpe de Estado de octubre de 2017 a los cuales Sánchez les regaló un indulto, embrión de la posterior amnistía que ya les ha concedido; es decir, el perdón (el que todos tenemos que solicitar a los sublevados) y el olvido. En España algunos golpes involucionistas salen gratis.
Pero a Sánchez no le salió así el golpe que trató de perpetrar en Murcia despojando de su sillón al presidente Fernando López Miras. Urdió una moción de investidura en complicidad con unos agónicos Ciudadanos y, cuando todo estaba dispuesto para el levantamiento de cadáveres políticos, estos se rebelaron y con la inestimable ayuda de la presidenta madrileña, frustraron la intervención. En Madrid, Isabel Díaz Ayuso convocó elecciones anticipadas, expulsó a los resistentes de Ribera, y ganó en unas urnas que fueron ya un anticipo de lo que serían las municipales y autonómicas.
Aquel año los talibanes retomaron el poder en Afganistan, Trump perdió en la última bola las elecciones y el veterano Biden empezó un mandato cuestionado por media República. Facebook, que las estaba pasando canutas con sucesivos escándalos, se transformó en Meta (nació el Metaverso), y se nos jubiló Pau Gasol, uno de los cinco deportistas españoles que han llenado el mundo de victorias.